Cine
Ida, de Pawe Pawlikowski, 2013
Por Maru Leonhard
No siempre uno empieza una búsqueda por propia voluntad y no siempre uno encuentra lo que estaba buscando. Esa podría ser una de las premisas de Ida, quinto largometraje de ficción de Pawel Pawlikowski.
Es Polonia, es 1960. Las consecuencias de la guerra todavía se ven en la calle. Hay silencio y destrucción. Hay despojo y hay gente tratando de reconstruirse, de renacer. Pero también hay cuentas pendientes, hay traidores, asesinos y buchones que tienen que hacerse cargo. Anna es una novicia hermosa, blanquita y sin maquillaje ni expresiones sentimentales criada desde bebé en un convento. Antes de tomar sus votos decide conocer a su único familiar: su tía Wanda, ex comunista y jueza implacable y alcohólica, también implacable. Anna se aparece con toda su inexpresividad en la puerta de la casa de su tía, le pregunta por sus padres, le pregunta por qué no la crió ella. Y la tía le dice tres o cuatro cosas confusas que le dan vuelta la vida a Anna: que no la acogió porque no quería, porque no podía. Que el verdadero nombre de Anna es Ida, que es de origen judío, que sus padres murieron en circunstancias extrañas durante la segunda guerra, que juntas pueden averiguarlo.
Entonces estas dos mujeres, perdidas cada una en su mundo, encerradas en la religión y el alcohol, salen al mundo real y van hasta el lugar donde nació Ida, una granja en el medio de la nada, en busca de un tipo que escondió a la familia de Anna. Hacen preguntas, van a ver una banda de jazz, el músico mira a Anna, Wanda baila con desconocidos y en el medio de todo eso buscan respuestas al mismo tiempo que se buscan a ellas mismas.
La película es de una belleza tan cruda como tentadora. En ningún momento se sufre ni se busca el golpe bajo a pesar de los judíos y el holocausto y ese blanco y negro tan duro. Se nota que todos los planos están pensados pero no en un sentido práctico sino estético y sensorial: todos los planos están vacíos. La acción siempre está en una porción mínima del cuadro: en una esquina están los personajes, el foco de atención, el diálogo o el movimiento pero el resto siempre está vacío. Se asoma una cabeza recortada; en el medio de un sinfín blanco de nieve un grupo de personas; en el fondo de un bosque tupido y oscuro, la luz de un camino. Los planos están un poco desequilibrados, como si a ellos, igual que a Ida (Anna) y a Wanda, les faltara algo: historia, movimiento, color, vida. La música de la película se corta abruptamente de una escena a otra como si el clima que proponen las melodías nunca pudiera terminar de crearse: incompletitud, de nuevo.
Ida y Wanda están buscando una su identidad, de dónde vino, dónde puede llorar a sus muertos si es que puede hacerlo, y la otra el cierre a su vida como militante, la aceptación de su fracaso. Wanda está perdida hace rato y su sobrina termina dándole la posibilidad de redimirse, de volver sobre sus pasos y descubrir qué pasó, no sólo con su familia sino también con su vida. Para Ida, la búsqueda de la identidad termina yendo más allá de saber quiénes son sus padres y qué pasó con ellos: Ida sale del convento por primera vez a un mundo desconocido, tan impredecible como fascinante y en algún punto tiene que decidir qué quiere hacer con él.
Tal vez la única falla de la película sea amagar algunas veces con un final cerrado para meter una nueva vueltita y seguir un rato más, pero eso no está ni cerca de arruinar nada, no es más que una simple molestia producida por ciertos giros redundantes.
Un relato muy clásico contado desde el silencio y la inexpresividad sobre un pasado aterrador, un presente difuso y gris que busca resolver ese pasado, y la promesa de un futuro que se presenta en forma de jazz: quizás ése sea el único medio por el que Wanda e Ida puedan encontrarse a sí mismas.
EL RELATO DE LO INCOMPLETO