ENTREVISTA A VALERIA MEILLER
Por Pablo Milani
(Fotagrafía de Paula Salischiker)
Valeria Meiller (Argentina, 1985). Es Licenciada en Letras (UBA) y cursa el MFA in Creative Writing in Spanish (NYU). Es autora de El Recreo (El fin de la noche, 2010), Prueba de Soledad en el Paisaje (en co-autoria, Mansalva, 2012). Este libro resultó de una residencia en Estación Pringles, con un jurado compuesto por Daniel Link, Arturo Carrera y Tamara Kamenzsain. Es editora de la editorial argentina Dakota, y se desempeña como traductora, docente y crítica. Actualmente vive en Nueva York. El mes raro, (Dakota, 2014) es su nuevo libro.
¿Cómo fue el proceso por el cuál llegas a escribir El mes raro?
Algunos –tal vez podría decir la mitad- de los textos de El mes raro los escribí entre 2009 y 2010. Al principio eran anotaciones, fragmentos de cosas que leía o veía y que –si creía que hacían sentido juntas– transcribía en un documento de word y guardaba en una carpeta que se llamaba "Tilos". En ese momento, todavía no estaba pensando en una serie, mucho menos en un libro: el único motivo por el que la carpeta tuvo ese nombre fue que el primer poema que guardé –que no entró en el libro porque está en verso– se llamó así. Manuel Barrios estaba organizando un festival de poesía en Uruguay e invitó a los poetas que participábamos a publicar un libro en la cartonera uruguaya que dirige Diego Recoba. La idea de publicar en La Propia Cartonera me entusiasmó y me pareció un buen momento para probar esos textos –así que armé un proto-libro y se lo mandé. Después me arrepentí: el texto era aún muy heterogéneo y estaba muy abierto, pero no veía la forma de cambiar eso así que me olvidé de él. Intenté volver muchas veces, editarlo, reescribirlo. Pero en esos cruces raros que se dan entre la teoría y la práctica, recién di con la forma definitiva del texto después de tomar el seminario sobre política y animalidad de Gabriel Giorgi en NYU. La línea del seminario –que trabajaba en la misma dirección que Formas Comunes– parecía apuntar a que los textos heterogéneos tenían la capacidad de desbaratar formas reconocibles y que había algo poderoso ahí. Tanto en las clases como en su libro, Giorgi se refería a la forma en que las representaciones del animal eran capaces de eludir figuraciones estables, y al modo en el que eso conjugaba nuevas intensidades –de deseo, de afectos, de reconocimiento y de (des)diferenciación que se relacionaban mucho con los materiales del libro. El mes raro –al menos para mí– es un texto que se pregunta muchas veces por los movimientos de figuración y (des)figuración de los cuerpos. Si por un lado está la ley –de la familia, de la religión tratando de producir órdenes a partir de diferentes formas de la violencia, por el otro está la forma en que la vida animal –los ciervos, los conejos, el ganado– pone en crisis esa ley y se resiste a las prácticas culturales -o las subvierte- por que se trata siempre de una vida que pide pertenecer a otro orden.
Antes has escrito los poemarios El Recreo y Tilos. La gran mayoría de tus historias son de amor y suceden en el campo. Tu lazo afectivo está ahí. ¿Podés pensar una relación entre tus libros y tu vida de entonces?
Creo que el universo con el que trabaja mi escritura –como bien señalás vos, desde el primer poemario hasta ahora– es un universo rural donde todo el tiempo el espacio está siendo atravesado por los afectos. Son esas fuerzas, exteriores al paisaje, las que lo socavan y van trazando las líneas de su mapa. Sin embargo, en la relación entre la literatura y la vida por la que me preguntás, sospecho que porque estoy segura de que a la hora de pensar en el campo argentino es casi imposible pensar en una distinción clara entre el territorio –“real”, en el que se ubicaría la vida- y la representación –otros discursos, otras obras que ya estaban ahí-. En Un desierto para la nación, Fermín Rodríguez habla de ese espacio como una construcción de la imaginación pública donde desde el principio, el territorio funciona como dispositivo textual -no solo la literatura argentina sino la nación misma se funda en ese cruce. Creo que todas las ficciones denominadas rurales trabajan con ese acopio, produciendo actualizaciones de ese espacio que siempre están atravesadas por representaciones anteriores. El mes raro trabaja con la memoria, sí, pero desconfío de que se trate de una memoria inocente o de primera mano –me parece más bien que se trata de un tipo memoria donde el referente concreto se superpone todo el tiempo con otras representaciones.
Naciste en Azul. Actualmente estás viviendo en Nueva York, antes vivías en Buenos Aires. El mes raro se lee como una narración poética sensorial de ese campo que nunca olvidaste y está muy presente. ¿Cómo conviven esos dos mundos en vos? ¿Ciudad y campo?
Extrañamente, o tal vez no, Estados Unidos es el país donde pude terminar el libro: desde el ritmo frenético de New York, que está en las antípodas del tiempo rural, lento y cenagoso, que opera al interior de El mes raro. Intuyo que hay una especie de distancia que se iluminó –en relación a la temporalidad pero también a la lengua- desde esa distancia y que eso me dio una nueva perspectiva sobre el texto, que me permitió separarme de él y concluirlo. En relación al primer movimiento –el que fue de Azul a Buenos Aires-, también pienso que fue importante en relación a la forma en que empecé a mirar campo –siento que es un poco como lo que le pasa al personaje de Rugendas en Un episodio en la vida del pintor viajero de César Aira, que mira a través de un velo y todo parece sugerir que es allí donde encuentra la mirada estética, por llamarla de algún modo, en esa mediación.
El libro describe en los títulos de cada prosa, paisajes como sueños. El plano afectivo se entrelaza con el paso del tiempo como una continuidad donde los personajes no envejecen. ¿Qué relación tiene el paso del tiempo en tus textos?
Me alegra que me preguntes por esos mundos –campo y ciudad- y por la idea del tiempo, porque el libro se estructura a partir de un principio temporal muy sencillo: se trata de veintinueve textos porque esa es la cantidad de días que tiene febrero, el mes raro de los años bisiestos. Como el clima general del texto es un clima de tiempo enrarecido –la falta de lluvia, las anomalías de la vida animal y la llegada de un visitante que funciona como un elemento disruptivo para la familia– sentí que situarlo en ese tiempo –de allí también la elección del epígrafe de Saer de Nadie Nada Nunca– podía ayudarme a encontrar la estructura con la que tanto trabajo me estaba costando dar. En relación lo sensorial, creo que el libro siempre vuelve a las tres mismas cosas: los animales, la vida vegetal, las relaciones entre las personas y las medidas del tiempo.
El mes raro está escrito en prosa poética. ¿Poesía y prosa implican imaginaciones verbales diferentes que pueden convivir?
No sé si tengo una respuesta para eso, pero sí presiento que, en general, los formatos de la literatura contemporánea dan cuenta de zonas de contagio donde los límites entre los géneros –pero también entre los campos de saber– se desdibujan y se superponen cada vez más. La idea de las literaturas postautomas me parece muy productiva para pensar eso: escrituras que atraviesan las fronteras y quedan afuera y adentro, como dice Josefina Ludmer, en posición diaspórica. Estando al mismo tiempo afuera pero también atrapadas en el interior, siguen apareciendo como literatura pero no siempre se las puede leer con criterios o categorías literarias sin ambivalencia.
Los ciruelos
Ella le cuenta al chico sobre el tiempo de las ciruelas.
Habla de diciembre, de cuando los árboles se visten de flores
blancas y de cómo eso quiere decir que no heló en primavera.
Si todo va bien, los ciruelos parecen copos de dulce recortados
sobre el fondo del parque. Primero sale la flor, la planta del
suelo, como la del pie, tiene primero un callo de donde brota
después el árbol.
—¿Y la ciruela? —pregunta el chico.
—La ciruela es un átomo redondo y perfecto que no se
deja roer.
En un sueño del chico, la fruta se convierte en una rata
redonda y blanca, tras las rejas de un jardín de noche. Ella
camina de su brazo y tienen la misma edad:
—No mires —dice ella.
Pero él mira para después decirle:
—No tengo miedo. Conozco la historia en la que se seca
la laguna, la historia de los ciruelos y sus flores.
En la imaginación del chico, el mundo se divide en temporadas
afectivas:
La era de hielo donde su madre se congela. La era de los
árboles, la llegada de la sequía. Pero también esa era, que aún
no conoce, donde ella promete la llegada blanca de las flores.
Ella piensa:
Las ciudades están iluminadas pero esto es el campo y
estamos sueltos como engranajes absolutos. Aquí existen el
origen de las especies, la falta de lluvia y la delicadeza de los
hombres asoma en la espesura de los tallos.
(de El mes raro)