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Entrevistas

 

Entrevista a Flavio Lo Presti

 

 

Por Ana Paolini

 

 

Flavio Lo Presti es profesor en Letras Modernas y crítico literario. Ha publicado reseñas en Ñ y Replicante. Actualmente publica reseñas y entrevistas en Ciudad X, donde mensualmente aparece su columna mensual "Yo escribo mucho peor"Recuerdos de Córdoba es su primer libro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A- En Recuerdos de Córdoba, más precisamente en “El sobretodo de Vicente Luy”, narrás las dificultades formales de romper con el consenso sobre la película De Caravana (decís que “era como andar por un desierto crítico”) hasta que encontrás a “XX”, que si ejerce la crítica pero usando un pseudónimo y desde la liviandad que permite un blog. En un ensayo en la Revista Alkmene, contás cómo se insultaban Góngora y Quevedo abiertamente, cuando no existía la web o el INADI.

Después, en una columna reciente de Ciudad X titulada “Consensos” mostrás como cambiaba drásticamente la opinión de algunas personas cuando vos te animabas a decir que El viento que arrasa de Selva Almada (considerada la mejor novela argentina del 2012) no te había gustado. Sobre esa novela,  Maxi Crespi –también crítico literario–  dice lo siguiente en una entrevista: “Cuando un crítico de la talla de Beatriz Sarlo canoniza algo, es muy difícil no elegir, ante la duda, siguiendo esa dirección” . Curiosamente, sobre Ladrilleros –también de Selva Almada– Patricio Pron escribió una crítica para el portal de Eterna Cadencia que fue mal recibida por parte de muchos escritores. Recuerdo que un escritor que ni siquiera quiso nombrar quién había hecho la crítica del libro en cuestión, se preguntaba (en un post de Facebook) si no había sido “mala leche” y ese mismo post había generado un gran debate.

¿Podríamos decir que este escenario actual de corrección política y amiguismo induce a un consenso falso y a cierto nivel de censura? ¿A qué costo se ejerce la crítica? ¿No afecta inclusive a la creatividad de la ficción?

 

 

F- No sabría decirte qué afecta la creatividad en la ficción, debería tener superpoderes o una beca para tener respuesta a una pregunta tan grande. Formulada como está tu pregunta, planteado así el escenario, me sentiría inclinado a pensar lo contrario: que ya que nuestros colegas no nos van a exigir nada, ya que domina la idea de que es mejor no agredirnos porque somos pocos, tenemos una enorme libertad para hacer cualquier cosa. (El tema es que es cierto que el espíritu sopla donde quiere y que la enorme cantidad de talleres, el abaratamiento de los medios para producir literatura, la enorme masa de información disponible no garantizan que aparezcan grandes cosas. A qué me refiero yo con grandes cosas, bueno, eso ya es muy largo, y quizás ni siquiera lo tengo tan claro). Por otra parte, es cierto que el imperio de la buena onda también se traduce en una paradójica ola de control: el anonimato relativo de las redes sociales ha transformado la esfera de la opinión pública en un patio de colegio, en la pared de un baño en la que cualquiera te insulta a partir de lo que escribís: los comments de noticias, de los sitios como Eterna Cadencia, de los blogs, suelen rezumar un resentimiento altanero de gente que firma “Carlitos Marx” y que especula sobre la mediocre técnica amatoria o sobre las conductas sexuales o la inteligencia de quien escribe una nota, un libro o lo que sea. No se discute: se pasa de la emoción al agravio sin escalas. Recientemente, alguien (que pidió ser mi amiga en Facebook) me trató de potencial mal amante, otra persona me trató de ignorante y la cofradía de lectoras de una famosa escritora de novelas románticas hizo planes públicos para rebanarme los genitales con un cuchillo de madera. Las sociedades de bombos mutuos campean, pero también un veneno desmedido, una desproporción en los enojos que ha dado lugar a la figura más cómica del ambiente digital: el indignado serial. Frente a esta indignación uno tiene dos caminos: sentir que se pone límites (que aparecen más en la crítica: en la escritura de ficción actúa una especie de somatización de la angustia de las influencias, pero sólo tengo mi propio testimonio) o actuar como si las redes no existieran, considerar que esas personas no tienen algo más importante que hacer que perder el tiempo odiando cosas insignificantes (un crítico literario mediocre, por caso) e ignorar. O mejor aún: hacer como si todo eso fuera una comedia en la que el nombre de uno aparece (muy de vez en cuando, a mi me conocen diez personas) de casualidad. Cada uno sabe lo que hace con eso, aunque también hay que decir que el insulto es resultado necesario (y hasta deseable en un  punto) del clima de época.

 

 

A- Hace poco le hice una entrevista a R. Strafacce en la cual le preguntaba (a raíz de un post de Facebook de Gonzalo Garcés) si existía una suerte de pulseada entre críticos y escritores que terminaba dejando afuera o en segundo plano la crítica o la opinión sobre la obra del autor en cuestión. El post se había convertido en un debate cerrado para especialistas, no para lectores. Strafacce me respondió que era una forma de intervención en el campo literario, la provocación, que lo hacía Fogwill todo el tiempo, que lo hace Terranova y también Garcés.

El año pasado en la revista Alrededores Carlos Godoy comentaba: “Hace poco el turco Asís dijo algo que está bueno, fue en una entrevista que le hicieron en Inrockuptibles. Dijo “los últimos 10 años de literatura hicieron mierda al lector” porque son un montón de chicanas entre autores, se pelean entre ellos y dejan afuera al lector que no tiene por qué saber. Por ejemplo, cómo posicionarse frente a [César] Aira.”

¿No es un poco contradictorio esto? ¿Cómo se hace para no dejar afuera al lector y -al mismo tiempo- establecer criterios estéticos, que es lo que debe hacer la crítica?

 

 

F- No estoy capacitado para responder esto. Yo soy un crítico malo, perezoso y reactivo. Como tuve una vida muy mala, sin planificación de ningún tipo (soy un poco la cigarra del cuento) y como no tengo herencia (es más, mi familia y yo somos un modesto frente contra deudas que nos acosan desde que tengo memoria) estoy obligado a poner el cuerpo trabajando y no tengo el tiempo que haría falta para tener una formación más sólida. De a poco he ido tomando la decisión de confiar en mí, en mi manera de leer, en mi gusto (que no es una roca, es más bien un bloque de azúcar vieja) y he perdido de vista el gran panorama de la crítica. A decir verdad, y sin ánimo de polemizar, no me interesa mucho lo que produce: sus cuestiones siempre me aburren (y esto remite a la respuesta anterior: si alguien llega a leer esta entrevista, va a decir: "¿qué le pasa a este estúpido, ignorante, resentido?", sin considerar que a mí no me molesta que dedique su vida entera a esos problemas que a mí no me interesan, ni pretendo que deje de hacerlo).

Pero si hay que contestar... Tengo una versión de la literatura muy ingenua, más adscripta a tradiciones que no son dominantes entre nosotros, y por lo tanto tiendo a coincidir con Asís en el hecho de que las lecturas privilegiadas por la crítica alejan a los lectores de los libros. De todos modos, veo ahí dos problemas como mínimo. El primero lo señaló el mismo Aira en la narrativa de Asís en un artículo prehistórico, y de algún modo podría resumirse en la frase de Pasolini sobre García Márquez: escribe como si el público fuera su productor. ¿Hay un camino menos demagógico para escribir una literatura legible? Detrás de esa pregunta hay otra más insidiosa: ¿queremos eso? ¿Lectores masivos, el amor popular, las tiradas de John Irving? La respuesta es la nube que conforma el segundo problema al que hacía referencia: por un lado todo eso es inmanejable, porque nadie (salvo un inmenso equipo de sociólogos del futuro armados con supercomputadores, o Dios, o Carmen Balcells) puede saber quiénes son los lectores, cómo se los seduce, cómo no se los deja afuera. Y por otro lado los artistas tienen legítimo derecho a sus preocupaciones herméticas, a hacer una edición de trescientos ejemplares y tirarlos en un aljibe,  a sentir que están parados en la parte más adelantada de quién sabe qué oscura vanguardia post humana. Y también los críticos tienen derechos parecidos. Frente a todo eso yo voy sabiendo lo que quiero y tomo mis decisiones pero no impugno las de otra gente, a pesar de que cuando era más chico lo hacía ejerciendo una tendencia casi natural, propia de resentido, a denigrar. (Trato de no hacerlo, ahora estoy con Martin Amis en el prólogo de La guerra contra el cliché: Disfrutar insultando es una perversión juvenil del ansia de poder).

 

 

A- Partiendo de la situación actual donde escribir y publicar es mucho más fácil que antes me surgen otros interrogantes. Por un lado, todavía cunde la idea de Foucault expresada en palabras de Strafacce: “El estatuto de la crítica literaria es el comentario, en el sentido que lo expresa Foucault, un texto que viene a decir una cosa de otro texto, ¿Y por qué? ¿Cuál sería la justificación, de que un texto venga a hablar de otro texto? Como si el autor no comprendiera suficientemente su práctica, el artista como un niño, entonces el crítico vendría a explicitar unos sentidos, o el lector como un niño, que no entiende del todo lo que ese texto ha dicho. Por supuesto esto no reduce el problema, la crítica puede relacionar un texto con otro, con la época, con experiencias. Yo, por eso, en el libro sobre Lamborghini elegí el género biográfico, porque en ese sentido yo siento que no subestimo ni al autor ni al lector. Le doy contextos en los que esos textos fueron producidos”. Strafacce también dice en la entrevista que a la literatura hay que darle perspectiva. Sería una de las razones por las cuales la crítica literaria proveniente del ámbito académico esta desfasada en tiempo y le hacen falta herramientas para analizar la gran producción literaria actual.  

Por otro lado vos decís que Sarlo "ya no entiende mucho de literatura"  y Hernán Vanoli, que es otro crítico y escritor, dice que “Sarlo trata de aplicar las hipótesis que ella venía manejando para leer a una generación de escritores anterior” y que “todavía no pudo construir un aparato de lectura para leer lo nuevo”.

¿Cómo sería posible legitimar nuevas herramientas de análisis por fuera del ámbito académico? ¿Cuáles deberían ser esas herramientas? ¿Qué apreciación tenés del estatuto de la crítica que plantea Foucault? ¿Cómo se hace posible imponerse con otros criterios estéticos en los medios frente a la opinión canónica de, por ejemplo, Beatriz Sarlo?

 

 

F- Con respecto al asunto Foucault/Strafacce, sugiero la lectura de Barthes y me eximo de responder. En relación a las herramientas, la legitimación, Beatriz Sarlo... Creo en la respuesta que mi filósofo favorito, George Constanza, le da a los ejecutivos de la NBC cuando le preguntan por qué los espectadores van a ver un show sobre nada: porque está en televisión. Dejando afuera esto (en lo que creo realmente) tengo mucha fe en mi manera de leer y entonces he hecho el ejercicio de legitimarme a mí mismo sin reflexionar mucho sobre el asunto: mis herramientas básicas son una sinceridad hacia lo que siento por lo que leo, la tendencia al humor  y una alfabetización anacrónica, un cierto respeto por las palabras, por lo que significan, por evitar la fealdad, la dificultad innecesaria (y en la medida de lo posible, la estupidez). Creo que una lección interesante la da Borges en El Aleph: "...había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lactinoso, lactescente, lechal…". Uno de mis modestos principios es no escribir "avenir" si puedo escribir una palabra menos pretenciosa. Parece una bobada, pero no hay que escribir "avenir" si nadie nos apunta con una pistola en la cabeza: es mejor no intentar parecer la verga, como dicen los colombianos. Esa regla de taller literario de jardín de infantes parece increíblemente olvidada.

Por otra parte, como dije, si  uno tiene fe en sí mismo, ¿ante quién debería legitimarse, hacer públicas sus herramientas, explicarse?

 

 

A- Tu libro Recuerdos de Córdoba (que es una selección de las columnas que venís escribiendo en La Voz) es -como dicen- un híbrido entre la crónica, el ensayo y el relato autobiográfico.  En “Historia del dinero” narrás tu experiencia en un viaje a Colombia para participar de un taller organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Más allá de tu experiencia personal, supongo que habrás leído alguna de las dos notas que Nicolás Mavrakis escribió en la Revista Paco cuestionando la relevancia, la vigencia y el uso excesivo de la crónica como género literario y periodístico en la actualidad. Cuando te preguntan cual es tu opinión sobre la actualidad de la crónica vos decís que el problema no es la crónica en sí misma sino que “es el síntoma de una crisis de la ficción sumada a una coyuntura institucional” (…) “Hay crónicas alucinantes y otras que arrastran problemas desde la imaginación que las produce y el teclado que las escribe hasta la maquinaria institucional que las reclama y las paga.”

¿Cómo describirías esa crisis? ¿No se trataría también del problema que plantea arriesgar una valoración o una hipótesis dentro de una crónica –como vos hacés– en un escenario donde impera la corrección política y el amiguismo?

 

 

F- Me parece que el problema actual de la crónica es parecido al de un deporte con mala prensa: pasará con la crónica lo mismo que con el Paddle: había un par de buenos padlistas antes de la explosión menemista, y hoy hay unos tipos que la rompen. En el medio quedó el tendal de la moda, el recuerdo un poco incómodo de los que revolcaron su ineptitud entusiasmada sobre el cemento de las canchitas virales de los noventa.

Por otra parte, vamos a ser sinceros: como dice Bloom que dice el Doctor Johnson, sólo un zoquete escribe si no hay dinero de por medio, y a veces la crónica parece una buena forma de hacer unos pesos. ¿Cómo va a ser ilegítimo el deseo de ganar plata y un poco de atención? Los resultados literarios son otra cosa, quizás lo menos importante en este momento. Todo esto lo digo sin releer los artículos de Mavrakis y sin considerar los problemas que señala, problemas institucionales y hasta epistemológicos que no me siento en condición de evaluar.

 

A- ¿Cuáles son tus criterios para evaluar si una obra es buena o mala?

 

 

F- Es muy difícil para mí creer que una obra es buena si no me entusiasma su lectura. Sé que es un ejercicio irresponsable de impresionismo, pero creo que la lectura (tanto de crítica como de ficción) y el entusiasmo genuino por los libros y la literatura opera como balance contra mí mismo: ese ida y vuelta tiene como resultado las reseñas que escribo.

 

 

A- ¿Los criterios los adquiriste en la facultad o son más bien fruto del ejercicio de años de lectura y periodismo cultural?

 

 

F- Los criterios básicos los obtuve tirado en la cama, leyendo con varicela, fiebre o tristeza cuando tenía seis años o menos (o muchos más: doce; tampoco abonemos la leyenda patética del niño prodigio). Pero antes de los quince años no tenía idea del valor de lo que leía: le lectura era una experiencia amorosa que toleraba cualquier material, desde Harold Robbins a Borges. Mis criterios se fueron refinando con la maduración de mi cuerpo, después del sexo, el último año de secundaria, los primeros de universidad, incluso después de que empecé a escribir en medios: es lógico que mi manera de leer haya sido definida por esas experiencias, aunque no podría establecer jerarquías.

 

 

A- ¿Creés que la literatura debe cumplir alguna función más allá de su rol artístico y estético?

 

F- No.

 

 

A- ¿Estás escribiendo otro libro?

 

 

F- Sí, pero con la desconfianza, la pereza y la desesperanza que son marcas de fábrica.

 

 

 

 

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