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Por Alfonso Vila Francés *

 

 

  Hace unos días, leyendo un libro sobre el hermano aviador del General Franco, Ramón, escrito por conocido político español, Joaquín Leguina junto con su colaboradora Asunción Núñez, me llamó la atención la siguiente frase: “también se condenó a muerte a un carbonero subnormal que había bailado con la momia de una monja”. Se referían los autores a algunos de los condenados a muerte en la represión de la Semana Trágica de Barcelona de 1909, casi todos obreros anarquistas y comunistas, pero también un intelectual y pedagogo, Francisco Ferrer Guardia, creador de la “Escuela Moderna”, al que sin estar en Barcelona se le acusó de ser el instigador de la rebelión. Pero lo que me llamó la atención de la frase no fue que se condenara a muerte a alguien por el hecho de bailar con el cadáver de una monja (después de todo durante esa semana se incendiaron, saquearon y profanaron muchos conventos, monasterios e iglesias), sino que los autores, a la altura del 2002, aún pudieran escribir sin problemas ni el menor escrúpulo la palabra “subnormal”. Confieso que yo, hoy en día, no sería capaz de utilizar esa palabra, ni como un modo de identificar a alguien ni, mucho menos, como un insulto contra algún enemigo (en el caso de que yo tuviera enemigos a los que gustara de insultar por escrito, como solían hacer algunos escritores antiguamente: hoy en día van a la tele…).

Notas

  “Subnormal” ya hace años está proscrita de todos los vocabularios de los profesionales de la palabra. Y es una de las palabras que los guardianes del buen gusto persiguen con mayor saña. Llamar a alguien subnormal (aunque sea sin la menor intención despectiva, como en la frase que he reseñado hace un momento), es un pecado tan grave que supone inmediatamente malas caras, malos gestos y tal vez alguna queja visceral del lector, publicada en la sección de cartas al director de la revista o periódico en cuestión y refrendada por todos los amantes de la polémica allí donde se produce. Es arriesgarse a que te lapiden en la red y a que te cierren todos los premios y reconocimientos literarios. Es el fin de tu carrera, en una palabra. Y si no me creen les hablaré de un caso que me llamó la atención. Le dediqué un artículo en la revista Culturamas y les voy a reproducir el principio del mismo, porque creo que es un ejemplo tan diáfano como un día sin nubes en la meseta del Tíbet (donde por cierto nunca he estado pero donde los días diáfanos deben ser muy diáfanos, ¿no creen?). Ahí va…

 

..."A los gordos se les empezó llamando obesos y se ha acabado, de momento, llamándolos “personas con sobrepeso”. A mí no sé que me ofendería más, pero pienso que puestos a ofender siempre encontraremos una palabra que resulte ofensiva y que puestos a “no ofender” siempre nos quedaremos cortos. Este es sólo un ejemplo. Hay eufemismos que me parecen más preocupantes. Pero lo más preocupante es la cada vez más desesperante necesidad como sociedad de encontrar las palabras más asépticas, más suaves y más falsas (porque traicionan el sentido original) posibles. Estamos en una sociedad cada vez más cobarde"...

¿O no?

  Hace meses leía en un artículo de Javier Marías en El País que un lector le había reprochado que usara en sus artículos el término “discapacitados” y que el lector le proponía, como sustitutivo la expresión “personas con discapacidad”. Javier Marías se negó educadamente, y le recordó al lector que antes de “discapacitados” a estas personas se las había llamado entre otras cosas “deficientes”, “subnormales” y “tullidos” y que todos estos términos se habían ido sustituyendo paulatinamente por otros que se consideraban menos “ofensivos”.

   A mí me llamó la atención que un lector se atreviera a reprochar a un autor el uso de un término que hasta hace poco era de lo más común, que, sin ir más lejos, yo mismo he usado muchas veces sin pensar que estaba incurriendo en un error o una discriminación no intencionada.

 

  El artículo (el mío, no el de Marías) se llamaba, como no podía ser de otro modo, Políticamente incorrecto y continuaba hablando de los eufemismos, una curiosa variante léxica producida y fomentada por los defensores del buen gusto. Después de profundizar un poco en el tema he llegado a la conclusión de que los eufemismos son más largos y más imaginativos cuanto más abominable considera su inventor el pecado que pretende eludir. Así el caso del aborto es uno de los más claros. Yo no sé si las mujeres de fuera de España abortan, lo que sé es que las de aquí no se atreven a semejante vileza y si van a una clínica para ciertos asuntos que no se deben decir en público se sienten muy aliviadas cuando el doctor les indica que se trata simplemente de someterlas a una “interrupción voluntaria del embarazo”. ¿O no se sienten más aliviadas? Porque si los eufemismos no sirven para aliviar a las personas, entonces, ¿para qué sirven? ¿O es que no les sirven a ellas sino a nosotros? ¿A quién benefician los eufemismos? ¿Qué ganamos con ser pulcros y políticamente correctos? Sí, sí. Ya son muchas preguntas…

  En fin, dentro de poco, ¿qué otras palabras tendremos que dejar de utilizar? No lo sé. Pero me asusta pensarlo. Porque bien mirado seguro que cualquiera que revise mis textos dentro de una década considerará inoportuna o incluso censurable más de una expresión que yo he usado, y vete a saber cuántas palabras…

Por lo menos aún no hemos llegado a reescribir algunos libros. ¿O sí hemos llegado? Pues si no hemos llegado creo que ya falta poco…

(*) Alfonso Vila Francés Nació en 1970 en Valencia, donde actualmente reside. Ha vivido en Orihuela, Madrid, Bruselas y Debrecen (Hungría). Ha escrito y escribe en muchas revistas, como por ejemplo: "Culturamas" y “Jot Down Magazine” . También gano algunos premios (entre ellos “Miguel de Cervantes”,  “Jaume Roig”, “Vila de Canals”, “Diputación de Castellón”, Ciudad de Getafe”, “Cortes Valencianas”,  “Marco Fabio Quintiliano” y “Mariano Roldán”) . Entre sus publicaciones se incluyen libros de poesía y de relatos como también novelas y ensayos. 

 CORRECCIÓN POLÍTICA NÃO TEM FIM   

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