Sobre la obra de teatro Que no quede huella, de la compañía Boquitas Pintadas.

Salí del teatro con una sensación: había visto una obra sutil. Si bien por momentos me resultó sobrecargada y de a ratos imprecisa, insisto con esto: la obra es sutil. Primero porque el texto, la escenografía y los personajes se resignifican en el exacto momento en que termina la puesta. Entonces, aquellas cuestiones que pudieron haber escapado al entendimiento o esas que simplemente no gustaron, pedían ser pensadas nuevamente y reinterpretadas.

La obra no cuenta una historia, sino que narra dos escenas bien marcadas en las que se busca poner en cuestión distintas representaciones sobre el deseo de fama. En ese sentido, trabaja sobre lo patético a lo que se llega cuando la fama es rectora del deseo.

No es una obra fácil; particularmente me costó entrar al mundo propuesto. Si bien la primera impresión me produjo una atracción singular, marcada por una escenografía sugerente, una mujer de impronta nazi que mira desafiante al espectador y un asfixiante video, la atracción se cortó cuando la acción comienza a desarrollarse en un mundo bastante cotidiano y femenino que no llega a parodiarse como se pretende.

En esta primera parte (a mi criterio la menos lograda) unos zapatos brillantes aparecen como objeto de deseo entre tres mujeres: la posible compradora, que literalmente cae en el escenario atraída por la fuerza que los zapatos imprimen sobre su persona. Atracción fundamentada no solamente en la belleza del calzado, sino en su certeza de que es el calzado ideal para sus pies y para acercarse al ansiado mundo de los famosos. La segunda mujer, encarnada en la vendedora, que remarca constantemente su condición de “estar a prueba en el trabajo”; cuyo deseo aparece entonces representado en la necesidad de que la otra concretice el suyo, para así alcanzar el propio de mantenerse en el trabajo. La última mujer encarna la concreción del deseo pero a su vez la frustración: elegante y seductora, es una cantante “muy reconocida” (sic) a la que sin embargo nadie reconoce. En el fondo de su postura soberbia, segura y vanidosa, está desesperada por hacer sufrir con infantiles mentiras a un viejo novio. Podríamos pensar, ida y vuelta al deseo y desde el deseo con las manos vacías. Si bien la situación es muy interesante, dice mucho más desde su planteo que desde lo que ocurre efectivamente en escena. Como si se tratara de una gran idea que no ha terminado de cobrar forma.

La segunda parte, por el contrario, es mucho más dura, directa y lograda. Despojada de todos los recursos que irrumpen (y abundan) en la primera, aquí no hace falta mucho más que tres actuaciones que entienden a la perfección el texto y la situación que están representando. De nuevo aparece el deseo de fama en cuestión. Pero no ya ridiculizado en su patetismo, sino puesto en abismo en el doble maltrato que sufre una aspirante a un papel en un film, primero por dos productoras muy jodidas que la ningunean y manosean desde su pedestal; después, desde el espejo siniestro de la situación anterior, en donde el manoseo y el ninguneo se concretizan en una desmesurada violencia adolescente que angustia, seduce y desgarra.

La cuestión es que la obra termina y uno se siente como atornillado al asiento. Un poco con ganas de llorar, otro con ganas de ir corriendo a incendiar un casting de actores para algún largometraje.