RESEÑA DE EL PREJUICIO DEL SEXO
Por Ana Paolini
El prejuicio del sexo
Sebastián Hernaiz
Ediciones Vox, 2014
38 páginas
Sebastián Hernaiz nació en Buenos Aires en 1981. Dicta cursos de literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Publicó el ensayo Rodolfo Walsh no escribió Operación Masacre (17 Grises, 2012) y en marzo de este año el libro de poemas El prejuicio del sexo por Ediciones Vox.
A través de la lectura de El prejuicio del sexo se va tamizando la pregunta ¿Qué es un poema? Una pregunta que esconde otras preguntas. ¿De qué forma recordamos aquello que amamos sin saber, sin poder percibir sus verdaderas dimensiones en el transcurrir voluble de nuestra vida cotidiana? ¿De qué forma recordamos aquello que afectó nuestra sensibilidad de un modo inusual? ¿De qué modo podríamos recordarlas mejor, haciendo una suerte de homenaje involuntario, como si de ese modo dejáramos en claro que sobre ellas existe un manto de belleza, además de nuestra obvia nostalgia?
Es una pregunta que también se hace el autor, hacia el final, en “Qué cosas son, acaso, el poema” :
“¿Qué cosas/
son acaso el poema? ¿Las sensaciones, las ideas,
algunos muertos? ¿Las condiciones materiales
del lenguaje, tradiciones, acaso algunas transacciones? ¿Son
acaso las dudas, sin dudas
acaso las certezas? ¿La política y o la pereza, crear o discutir?”
El prejuicio del sexo, de Sebastián Hernaiz, es un conjunto de poemas en forma de verso libre, agrupados en tres posibles categorías no lineales. La primera referida quizá a las percepciones de lo cotidiano, los sujetos, los espacios, las cosas, la infancia. La segunda más bien ligada a los recuerdos de un vínculo amoroso, al descubrimiento de una mujer. La tercera a momentos reflexivos y existenciales, a una ontología invisible.
A medida que se leen, sin esfuerzo o pretensión alguna, se van presentando las imágenes sucesivas de esa clase de sensaciones que en vano, generalmente, intentamos introducir en las casillas precisas, convencionales y estériles de los significados lingüísticos. Es ahí, precisamente en esa especie de paradoja, donde se asienta el encanto.
¿Y porqué (cabe preguntarse) se titula -a este acervo- El prejuicio del sexo? Porque en esta obra, a mi entender, el autor lo trasciende, el género se vuelve prescindible para vislumbrar lo sublime.
Una tarde, mi abuelo
Una tarde, con mi abuelo
fuimos al Sheraton a merendar.
Sería sábado, el cielo
estaba gris y nosotros felices.
La confitería era en el piso no sé cuánto, uno alto.
Ahí aprendí
esa torre roja y blanca, con reloj,
era de los ingleses. La gente
al lado nuestro hablaba en alemán y la señora
me regaló un pin con su bandera. Cada vez que paso,
ahora, me viene esa tarde que no recuerdo,
esas tardes recorriendo
con mi abuelo la ciudad,
bares, cafés. En uno, a la salida de la escuela, me enseñó
la T tiene que ocupar
todo lo alto del renglón.
Todavía hoy mi letra es mala
pero imprimo en hojas lisas. Mi abuelo me llevaba
por confiterías y bodegones. Pedía el café con mucha leche,
me regalaba monedas
de chocolate cuando me veía. Era alto, flaco,
adicto a los Suchard. Su pelada lucía lustrosa; igual,
siempre fue a su peluquería una vez por semana. Murió una tarde.
Me acuerdo/
los llamados, mucha gente de golpe en mi casa. Yo
me amparé en el resguardo
de ponerme la remera de Boca: FateO, decía. Tardé en saber
que no era una o sino una rueda. Escuchaba, mamá en el teléfono,
familiares, y yo desde el balcón
ver pasar los colectivos y tirarles
bolitas de papel con mi gomera improvisada; la remera
iba humedeciéndose de lágrimas:
nunca tuve tan buena puntería. Pero los colectivos
pasaban, seguían, y se iban.
Menard
Hay un tipo que vive en la calle y viene
seguido a la biblioteca donde trabajo,
nunca le falta a mano su carpeta
con la inscripción: “bibliografía”. Pide
cortés, siempre el mismo libro:
-Buen día, ¿podría ser El contrato social?
Yo le doy la edición mimeográfica
que editó la Universidad de Córdoba
con algún subsidio europeo: la que él
espera que yo le dé. Abre el libro –las letras
de mecanógrafo viejo- y lee. Lee y escribe,
apartado en alguna mesa. Lee y copia,
en su carpeta, el libro que le di:
hay un linyera en mi biblioteca,
está escribiendo El contrato social.
Whirpool
No sabía tu nombre y el prejuicio
del sexo me llevó a conocerte. Te invité
a mi casa a emborracharnos.
-
Fuimos compañeros y me calentaba
ver cómo llegabas tarde a las clases
y te ibas apurada antes del final.
No era displicencia, ni ostentosa irresponsabilidad
/a veces creo
no existen mujeres irresponsables/.
Conocí después
tu frenético mal manejo de los tiempos.
Tus horarios se pisaban, estabas
demasiado comprometida con tu placer,
pagar la cuenta de luz o ir al gimnasio
era un desorden.
-
Sin saber de tus rutinas
y sin hablarnos nunca
un día te di mi mail en un papel:
ahora tenías que hacer algo.
Rápida, me diste tu mail:
tuve que hacer algo yo. Te escribí
y primero no me contestaste,
pero después me contestaste
y te contesté de nuevo
y empezamos a escribirnos.
-
Cuando en estos días se cruzan muchos mails
y hay posibilidades de terminar cogiendo una noche entresemana
se pasa suave del correo al chat. Y así fue. Arreglamos
por msn tomar algo; fue un buen chat. Prometiste
llegar fumada y yo, tener cervezas frías. Vos
llegaste tres horas tarde; dos días antes
yo tuve que salir a comprar una heladera.
-
Garbarino mandó el envío
la mañana misma del día que era nuestra noche. Había que
esperar/
seis horas antes de enchufar,
dos horas más a que congele.
Tomamos las primeras
cervezas del primer frío de mi freezer.
Es un momento acaso
demasiado whirlpool como para que sea memorable, pero las
primeras/
cervezas te esperaban casi congeladas
por el hielo sin hielo previo que se estaba por formar. Ninguna
otra cerveza va a ser la primera de mi heladera. Podría no ser
gran cosa,/
sólo una chica bella y dos
o tres detalles poco usuales. No es tampoco enchufar una
heladera/
una osadía que siente precedentes,
ilumine una vida o prediga, de modo necesario,
un futuro calmo y prometedor. Fue una buena cita,
y la heladera sigue enfriando en la cocina, aunque esas cosas,
pasado un año, ya no tienen garantía.
Separación
Y ahora qué hago con las cosas
como la forma en que guardabas las galletitas
para que no se me humedecieran, con la forma
en que cuidabas que hubiera siempre
agua en la heladera. De sed se agrieta el mundo:
el agua tibia de la canilla deshidrata, me seco
ahora, con las botellas tiradas en cualquier lado,
las galletitas humedeciéndose porque no sé,
no sé. Me evaporo.
Una chica tiene que ser muy linda
para saber guardar con gracia galletitas.