RESEÑA DE DOS MIL DOSCIENTOS OCHENTA Y UNO
Por Daniel Gigena
Dos mil doscientos ochenta y uno
Agustina Catalano
La Bola Editora
70 páginas
A la manera de entradas en un diario privado, de anotaciones esporádicas pero interrelacionadas o de registros del estado de las cosas –en apariencia inmutable, pero, como descubre la narradora/poeta en su nueva casa, no sólo las paredes están recubiertas de varias capas–, los poemas en prosa de Dos mil doscientos ochenta y uno construyen gradualmente una voz neutra, una escena y un drama vinculado con la propiedad, el amor y lo secreto. El libro de Agustina Catalano (Mar del Plata, 1990) inaugura una colección de poesía que pretende ser, según los editores de La Bola, "ecléctica y contemporánea. Flavia Garione sostiene, en la contratapa, que la poesía actual no responde a rasgos formales precisos, sino que anota momentos. Desde esa perspectiva ejercemos el criterio para ir armando el catálogo de nuestra colección de poesía". Ya publicaron un libro de Julián Joven (Un pequeño mundo enfermo) y pronto sumarán otros de Nicolás Correa y Eric Schierloh.
"Mi casa se mira a sí misma." Recién mudada a una vivienda con forma de pozo, con un patio grisáceo donde el sol da tres horas por día, y las vecinas, del otro lado de las paredes, lloran y se quejan de lo poco que reciben en sus relaciones amorosas, la protagonista deja de desear, siente miedo, oye ruidos, vuelve a anhelar otra casa cerca de un río en el futuro y comprueba que nadie tiene lo que ella quiere. "En muchas relaciones, aun las comerciales, siempre hay una parte que tiene poco para ofrecer", reflexiona con desánimo.
Así como la primera parte del pequeño libro de Catalano está dedicada a una suerte de indagación sobre las potencias negativas de la casa, en la segunda parte esa orientación más bien sombría y entristecida se compensa con la aparición (que a veces se convierte en una invasión) de una pareja: "vos y yo somos un logro para la humanidad entera". En otro poema: "La gran ventaja es que no me voy a sentir sola", ya que, se aclara en el cierre del breve texto: "las personas solas buscan a otras personas también solas y así pasan este tipo de cosas". ¿Qué cosas pasan? El despertador suena sin que nadie se levante, se debe dinero a la compañía de electricidad, se soporta la decoración ajena, con objetos de mal gusto; se almuerza o se cena lo que el otro quiere (lo que el otro quiere es, por irónica regla implícita, lo que cada uno quiere en una relación de pareja), las emociones aumentan o disminuyen según variables económicas: "No sé si hay algo para festejar pero ahora que tenemos dinero extra quizás también tengamos felicidad extra".
A la dueña de casa de Dos mil doscientos ochenta y uno (cifra que funciona también como nombre propio en la trama de este singular artefacto poético) se le contagian el llanto y el acento rugoso de las vecinas que no son amadas lo suficiente (sus hombres les responden: "No es para tanto"; otra vez la razón económica amenaza el entendimiento). "Lloré en la puerta, me reí en la cama, lloré sentada en el inodoro, lloré mucho, lloré como la vecina y fingí que lloraba para conseguir cosas y después me reí." Ese contagio del drama, presagiado en la primera parte, puede adquirir otra forma más adelante: el de una comedia conyugal, un episodio misterioso, una performance romántica. La propia casa, en un deslizamiento cómico e interesado, comienza a ser reemplazada: "Fuimos otra vez al Casino y perdimos lo poco que teníamos para sobrevivir el fin de semana". Operaciones mínimas (casa por casino; el río por el mar; la voz singular que vira al "nosotros" en la segunda parte), acomodamientos mesurados e imperceptibles saltos de registro logran que, como una de las aspiraciones manifestadas por la voz poética en un texto sobre la estrategia, los significados del texto "floten" entre las conciencias. Pero es como si la conciencia de esa voz situada en la casa estuviera dotada de una lucidez exagerada para lo que hay que ver, u oír o sentir, y el registro puntilloso, en ocasiones metafórico (la convivencia es el mar, y los que nadan no pueden ver la costa aunque saben que se encuentra cerca), térmico ("la temperatura no está mal aunque ya se empieza a sentir el frío") y un poco sentimentaloide, permitiera ampliar los límites de una experiencia particular y encontrar en los poemas un hábitat familiar. No por nada una de las preguntas centrales del libro de Catalano amalgama la presencia de la voz con la retórica: "La voz es cada vez más familiar, pero ¿qué no es familiar en tu propia casa?".