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RESEÑA DE FURGÓN

 

 

 

 

Por Daniel Gigena

                                                         Furgón

                                                         Ariel Bermani

                                                         Paisanita Editora

                                                         80 páginas

 

A Furgón, la nueva novela de Ariel Bermani, se la puede leer en un viaje de ida o de ida y vuelta en un ferrocarril suburbano. Es una novela corta, en la que los pasajeros (los personajes) intentan comprender un recorrido inusual y sorpresivo (en esto se asemejarían a los lectores). Gracias a la impronta de los personajes o, más precisamente, gracias a sus frases y aventuras mínimas, en la novela se puede oír “una voz que trata de comunicar algo a los pasajeros. Algo que no puede comunicar o que comunica sin que nadie lo entienda”, como ocurre con los parlantes de la estación de Banfield cuando el tren se detiene luego de un movimiento imposible. Las historias de esos personajes que coinciden una tarde en un vagón de tren que va de Plaza Constitución al sur del Gran Buenos Aires podrían haber recibido un tratamiento literario diferente del que eligió el autor y del que habitualmente les toca a los personajes situados en la periferia.

Mediante la figura que el viaje en tren ofrece, Bermani crea un elenco de seres también en tránsito, la mayoría de ellos trabajadores (el Polaco es chofer de la Línea 53, la Negra vende cosméticos y ropa interior a domicilio, Rubencito vagabundea por estaciones y casas de familiares), incluidos los vendedores ambulantes: “Cargan grabadores que hacen sonar a todo volumen, o cajas de cartón con golosinas  o bolsos llenos de mercaderías. Desde agendas hasta guías de calles, desde copias truchas de películas nuevas hasta cuchillos, señaladotes, fotocopias de recetas médicas: mi hijito de seis meses necesita un trasplante de riñón, dice alguno”. Entre ellos hay incluso un vendedor de ilusiones y guardas que no pueden bajar del tren: “No se animan. Están condenados a ir de Plaza a Korn y de Plaza a Glew y de Plaza a Ezeiza, toda la vida”.

El acercamiento narrativo está mediado por Ariel, autorretrato cómico del autor (Rubencito le dice: “Tenés cara de pancho pero no parecés pancho”, a lo que Ariel responde: “Será por los anteojos que me ves cara de pancho”). Su personaje actúa como un transmisor de historias ajenas: puede ser la del tic masturbatorio de Cali o sobre la aptitud de la Negra para oír la voz de Dios (una voz finita y suave, “Dios habla como si cantara en voz baja”, dice la alegre viuda de un policía), o la historia de la búsqueda aún sin forma precisa de Marina, todas se despliegan a través del diálogo, el monólogo (un monólogo que presupone la escucha atenta de Ariel) o la invención chistosa. También se filtra su propia historia, que alumbra apenas la imagen del padre (en Furgón hay pocos padres: Marina se peleó con el padre de su hija; en la segunda parte de la nouvelle una mujer da a luz con ayuda de la Negra solamente; como el menú en la casa del padre promete fideos pasados de cocción, Rubencito apenas lo visita).

En el orden de la Línea Roca (Irigoyen, Avellaneda, Gerli…), al principio estricto pero luego azaroso, Bermani apunta los nombres de sus criaturas, episodios sin título en los que suceden demoras, apretujones, conversaciones, un parto, desvíos y, además, una constelación de lecturas. Esta vía intertextual la facilita el propio Ariel cuando menciona un cuento de Juan José Arreola ambientado en un tren que queda varado. Junto con otras obras recientes, como las novelas Convoy, de Esteban Bértola, Brasil, de Paula Brecciaroli, o el relato Parando en todas, de María Laura Frecha, donde las herramientas de la ficción servían para encarrilar recorridos políticos, sociales, íntimos o, como en el caso de Bértola, puramente verbales, Bermani opta por un gesto narrativo clásico: cederles a los personajes un espacio en el que pueden situarse como guías de un itinerario roto, vuelto a componer y todavía útil.

“Tenía la necesidad de contar una historia donde los personajes estuvieran bien –dice el autor de Veneno y El amor es la más barata de las religiones, entre otros títulos–. A pesar del contexto, de la pobreza. Quería que pudieran comunicarse, que se hicieran amigos. En mis libros anteriores no lo pude conseguir, tal vez ahora sí. Hay una comunidad que se arma en el furgón. Eso cuenta la novela. Y también habla de inestabilidad de lo que llamamos realidad. Todo puede pasar. Pero, más allá de eso, este conjunto de personajes le hace frente a las imposibilidades. Me gustó sentir, mientras escribía Furgón, que mis personajes se reconocían entre sí y que, de alguna manera un poco extraña o inesperada, al menos por rato, eran felices.”

 

 

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