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PÉTALOS Y PALABRAS

 

 

 

Por Ramiro Sanchiz

                                                      El hombre que hablaba en flores

                                                      Christian Broemmel

                                                      Décima Editora 2015

                                                      128 páginas

 

Hasta la salida de El hombre que hablaba en flores (Décima Editora, Buenos Aires, 2015), Christian Broemmel había publicado algunos cuentos en antologías (entre ellas Nunca menoscovers de la literatura argentina, editado en 2013 por Pánico el pánico, donde se ocupó de versionar La liebre, de César Aira, bajo el título “Las vueltas de la vida”) y el compilado de relatos Luz negra (Pánico el pánico, 2011).

 

La selección de textos de ese libro incluye tres cuentos (“N”, Un verdadero arte y “Alaska”) en los que cabe detectar una escritura que todavía no se resuelve del todo bien, una voz, quizá, que todavía no ha encontrado qué decir pero sí adelanta procedimientos y entonaciones que parecen dar a entender la inminencia de una obra más satisfactoria. Y esa obra llega parcialmente con “El hombre diferido”, la nouvelle que cierra el libro. Cierto extrañamiento de la experiencia y el punto de vista, un lenguaje que parece inocente a esa misma extrañeza y un uso particularmente hábil del marco narrativo logran que este texto convenza y compense.

 

Esos procedimientos, a la vez, logran estallar (¿madurar? ¿desarrollarse? ¿sorprender?) en El hombre que hablaba en flores, texto que postula a Christian Broemmel como un escritor que no se parece a ninguno de sus compañeros de generación en el Río de la Plata.

 

Se ha repetido innumerables veces que parte de la ominosidad de ciertos textos de Kafka se basa en reportar hechos fabulosos con total naturalidad o indiferencia, tanto del narrador como de los personajes que lo atestiguan. Gregor Samsa se convierte en insecto y, sobre todo, su familia se preocupa por asuntos prácticos. El lenguaje elude empozarse, digamos, en la maravilla en cuestión, a diferencia de, por ejemplo, cierta ciencia ficción que intenta deslumbrar con detalles de un mundo extraño, futuro o alienígena (esta actitud a veces malogra grandes ideas: seguir esa línea es, de alguna manera, permitir que la descripción del decorado resulte de mayor importancia que el drama, cosa válida si se la hace a conciencia y con todos los gestos necesarios). En el caso de esta última novela de Broemmel el efecto es ligero, casi como si se estuviera jugando. Las primera mitad del libro, de hecho, suena hábilmente como un cuento infantil, dejándonos entrever una realidad que no cabe en ninguna categoría –epistemológica o literaria, no importa– y habitada por seres reales con amigos imaginarios que viven sus propias historias y entran y salen de la ficción, o por seres imaginarios con amigos acaso reales y marginados del mundo que creemos compartir con ellos.

 

El hecho central del libro –un niño incapaz de hablar con palabras que se expresa haciendo aparecer flores, no queda claro si siempre regurgitándolas, si materializándolas a veces en la boca y dejando que salgan volando o si en otras ocasiones haciéndolas cobrar forma y sustancia en el aire–, de hecho, postula de inmediato esa cosa difusa que algunos llaman “literatura fantástica”, pero la naturalidad (y la vergüenza) con la que el asunto se desenvuelve desde la mirada de los padres del protagonista hace pensar que ese mundo se rige por otras reglas, diferentes a la del nuestro. O que la cosa no pasa por ahí, por esa manera de separar lo fantástico de la fantasía y a estos de ese fantasma, el realismo.

 

La clave, de todas formas, es la naturalidad con la que Broemmel nos arroja en este no-mundo ficcional. Hay algo de hazaña allí, como también la hay en la lógica narrativa con la que sigue la novela haciendo aparecer personajes tanto o más irreales: el payaso deprimente y acaso maligno, la mujer que habla en diferido y los otros amigos imaginarios del protagonista, un pequeño circo de fenómenos, digamos, un freak show tierno y a la vez terrible, en el que algunos seres son reales y otros fantasía. ¿O acaso lo son todos? ¿Se trata, en rigor, de un “mundo imaginario” desplegado por la noción de alguien incapaz de hablar, de soplar su aliento en palabras que crean las cosas? Pero lo que se da en sustituto de esas palabras son las flores, flores que “expresan” a su manera emociones e ideas, que se oponen o rodean la imposibilidad de decir. Se dice de otra manera, por fuera de la lógica del lenguaje. Y si el lenguaje formatea el mundo, las flores hacen lo propio para el protagonista del libro. Su singularidad le da otro mundo, el de la novela, que finge con palabras lo intraducible de las flores y se vuelve, por tanto, también irreal, fantasía o sueño en tanto escritura.

 

Y, justamente, hay que detenerse en el estilo de Broemmel, en el orden de esas palabras o, mejor, en el estilo que tramó Broemmel para este libro, que no es el mismo de sus otros textos (aunque hay algún parecido con el de “Luz negra”). Acá las oraciones se alargan, pero con una lógica que no es la de compartimentación, la de la subordinación extrema de cierto barroquismo –que vuelve sobre sí misma y se enrosca, y así avanza con un trabajo que es el de la relectura, el del bustrófedon o el paladeo, la retroescritura de la que habla Amir Hamed en uno de sus libros de ensayo–, sino algo así como un impulso libre, un avance que prescinde naturalmente del punto y seguido y funciona como un largo plano-secuencia en el cine o como una composición gráfica que inserta la secuencia de los hechos en una larga y única viñeta.

 

Nada es real, todo es real. Las flores dicen sin ser palabras, las palabras no logran decir las flores. El texto infantil deja paso a una novela “adulta” a medida que su protagonista deja atrás la niñez. El hombre que habla en flores dispone pétalos irónicos y plantas carnívoras, la novela se resuelve sutilmente en su marco narrativo.

 

¿Pasó algo al final? ¿No pasó nada?

Es decir, pasaron palabras. ¿O eran flores?

 

El lector, de hecho, atraviesa la última oración con la sensación de que la novela podría prolongarse indefinidamente y, a la vez, que su universo estaba cerrado ahí y de antemano, que no hay sucesión posible. Esa delicada coincidencia de los contrarios es parte del logro de Broemmel en El hombre que hablaba en flores, pero hay más: el humor, la ternura y la facilidad con la que las historias y anécdotas van apareciendo y llevándonos hasta un final que no puede ser tal cosa, porque de algún modo hemos asimilado al protagonista. Y eso no es poca cosa.

 

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