RESEÑA DE NUBES DE POLVO SOPLADAS A CAÑONAZOS
Por Fernando Torres
Nubes de polvo sopladas a cañonazos
Patricio Eleisegui
Milena Caserola El 8vo. Loco Ediciones, 2013
96 páginas
Nubes de polvo sopladas a cañonazos de Patricio Eleisegui se compone de cuatro historias. Todas están escritas en primera persona y tres de ellas tienen como protagonistas a un médico, un académico y un policía respectivamente. La violencia en mayor medida, pero también el desencanto, probablemente sean los temas que predominan en los relatos que forman parte de este libro.
En el primero de ellos, Jacarandá, aparece una única voz. Esa voz es la de un médico que se indigna ante un trabajo de albañilería mal realizado. Su discurso, prejuicioso y feroz, sea este dicho o remita a un mero discurrir de su conciencia, estalla contra un “otro” como odio de clase. A ese “otro”, se lo presenta como “hijo de puta”, “malagradecido de mierda”, “indio”, “pervertido”, “ignorante”. En la larga lista de insultos, donde equivocadamente podríamos intuir exceso, Eleisegui construye una serie completa de significados en relación a la violencia, de la que no están exentas las mujeres, ya sea las de su propia clase (su esposa) ni mucho menos, las de una clase ajena (la mujer de ese “otro”):
“Y encima también se trajo a la gorda tartamuda esa, que lo único que hace es gastar detergente y romper los platos que le doy para que lave. ¡Diez platos me rompió la mogólica en un día! (...) Mi mujer es otra boluda que no valora un carajo. Se cree que la guita la cago. Un día ¡Juro por Dios que un día! la voy a poner a ella a mirarle la concha a todas las catingas del conurbano que caen en mi consultorio”.
Jacarandá es un relato breve. Su extensión no supera las cuatro páginas pero no por ello es menos efectivo a la hora de evidenciar la doble moral del médico. Quién haya leído a Osvaldo Lamborghini, creador de un género que agotó él mismo, fundamentalmente el de El niño proletario y de El fiord, cuando lee a Eleisegui, sabe que cuando se narra el odio, los límites en la literatura pueden dejar de existir.
El segundo relato Al final de la avenida es el de mayor extensión del libro. El mérito de Eleisegui consiste en sostener al lector hasta el final del cuento, habiéndole dado a este, la posibilidad de conocer el desenlace en el primer párrafo:
“El día que expulsamos a Diego de nuestro barrio, el sol pegaba fuerte sobre las fachadas de gran parte de los edificios que rodean a la Plaza del Congreso”.
El relato transcurre en una Buenos Aires, donde los lazos de solidaridad son cada vez más débiles en detrimento de un individualismo que avanza, no sin crueldad. Una ciudad en caída libre hacia la descomposición en la que algunos de sus habitantes, al pretender mostrar su cara urbana más linda, simultáneamente, se proponen ocultar sus indisimulables miserias.
En este juego de visibilidad e invisibilidad, un grupo de vecinos (el mejor personaje del cuento –aunque no sea el principal - es Ernesto Levalle, dueño de una torre de departamentos) está dispuesto a maquillar el barrio ante sus ilustres visitantes: los turistas.
Uno de los personajes principales de Al final de la avenida es un académico de bajo vuelo, inmerso en el hastío pero también adaptado a él, capaz de mencionar a George Bataille o Walter Benjamin pero incapaz de reaccionar ¿o no quiere hacerlo? cuando esté frente a un acto vejatorio; que busca o ¿encuentra? sexualidad virtual en cibercafés, que necesita de ansiolíticos para concebir el sueño.
El otro personaje es Diego, un nene en situación marginal, que pide dinero en la calle y a cambio de ello, puede quedar expuesto a aberraciones que Eleisegui está dispuesto a narrar.
El tercer relato del libro es La entrerriana y es bastante distinto a los restantes que componen este libro. Si bien la violencia no se hace tangible de manera demasiada explícita, la atmósfera construida en el texto no deja de ser desoladora. Se muestra la ruptura de la armonía entre la técnica instrumental del hombre y la naturaleza:
“Desmonte. Tala. Aserraderos. Entre Ríos. Hojarasca que muere, sin ruegos, mientras el sol hunde la mirada; juega al distraído y comparte la crueldad de un hacha incesante”.
Sólo una objeción. El abundante juego de las descripciones y metáforas a veces, envuelve al relato en una suntuosidad que no necesita y de la que por supuesto, puede prescindir:
“Llora. Llueve. Agua sobre la ruta 12. Un automóvil que cruza, de rodillas, la sonrisa húmeda del arroyo Flenche”.
Sin embargo y a contrapunto de lo enunciado anteriormente, no pueden dejar de apreciarse algunas frases de Eleisegui donde la función poética prevalece y embellece lo narrado:
“Duelen los sueños cuando alguien nos despierta antes del final.Y el vacío. La inmensidad. El silencio de bosques danzantes y una pradera desprovista de piernas que la atraviesen”.
El último texto del libro de Eleisegui es Yo miré bien. Allí se narra el extenuante y sangriento enfrentamiento armado entre el ejército, la policía y “extremistas”, al ingresar por la fuerza estos últimos en un cuartel militar, en épocas de la presidencia de Raúl Alfonsín.
“Ahora van a ver lo que es el infierno. Ahora somos bondad y castigo divino, jueces cubiertos de tizne y con cargadores metidos hasta en los calzoncillos”.
Contado desde el punto de vista de un policía, el relato puede ser leído también como condensación de una historia compleja y no menos dramática de la violencia política argentina, donde el horror de las armas y la tortura, la des-humanización y el ensañamiento, son perfectamente descritas por Eleisegui.
Nubes de polvo sopladas a cañonazos se publicó a fines de 2013 en el marco del proyecto editorial Exposición de la actual narrativa rioplatense que tiene como principal objetivo, difundir autores y obras que todavía no han circulado masivamente.